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Quo Vadis, Aida?
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    Escrituras del camino arrasado

    Crítica ★★★★★ de «Quo Vadis, Aida?» de Jasmila Zbanic.

    Bosnia Herzegovina, 2020. Directora: Jasmila Zbanic. Guionista: Jasmila Zbanic. Productoras: Barbara Albert, Nicolas Esbach, Damir Ibrahimovich, Jasmila Zbanic. Música: Antoni Lazarkiewicz. Directora de fotografía: Christine A. Maier. Edición: Jaroslaw Kaminski. Diseño de producción: Hannes Salat. Intérpretes: Jasna Djuricic, Izudin Bajrovic, Boris Ler, Dino Bajrovic, Johan Heldenbergh, Raymond Thiry.

    Del borrado de los cuerpos a la producción de imágenes. De las cadenas de televisión que lamían la sangre en los noventa a las salas de cine convertidas en improvisados centros de detención y exterminio. De la vieja Europa de los odios tribales a la Nueva Europa de los odios tribales. Como si fuera una prestidigitadora que jugase con una moneda de dos caras, Zbanic ha rodado una cinta en la que cada capa, cada nivel de lectura, puede a su vez girar sobre sí mismo y ofrecer otro matiz, otra mirada, otra experiencia —si cabe, más dolorosa.

    Que Quo Vadis, Aida? se impondrá como una de las grandes películas del lustro es algo de lo que no nos cabe la menor duda. Si no lo hace por su innegable potencia fílmica, lo hará por la inteligencia afilada con la que maneja los mecanismos de la memoria. Con una línea finísima que conecta el sabor de la tragedia griega —la protagonista es la digna heredera de una Antígona que luchara a la vez contra las leyes de Naciones Unidas y de las milicias serbias lideradas por Mladić—, la tradición del martirologio monoteísta y, por último, la borrosa historia del último siglo XX. Conviene ir despacio desde el propio título de la película: Quo Vadis, Aida?, remite de manera explícita a ese Quo Vadis, Domine, que según la tradición preguntó San Pedro a un Jesucristo reaparecido durante el reinado de Nerón. Cita irónica que retumba en un doble sentido: en tanto Zbanic escribirá la historia de las víctimas musulmanas arrasadas en un genocidio étnico, y en tanto ese Cristo/Aida podrá responder, al espectador: Vado iterum crucifigi, esto es, Vuelvo para ser crucificado una vez más. Aida, en las cerca de 48 horas que retrata la parte inicial del metraje, sufre también su propia pasión, su propio calvario y su propio Gólgota, con la salvedad de que en su nuevo recorrido crucifixión y resurrección tienen, de nuevo, salvajes e irónicas referencias. Para qué resucitar. Dónde resucitar. Cómo resucitar. Y cuál es el camino —¿hacia dónde, Quo Vadis?— que lleva no únicamente hacia la propia salvación, sino hacia la salvación de las vidas anónimas que van desplegándose por las alambradas de los conflictos bélicos.

    Conviene no engañarse. El visionado de la cinta no deja títere con cabeza, no resulta una experiencia cómoda ni está diseñado para limpiar la conciencia de nadie. Prácticamente desde los primeros minutos empezamos a intuir cómo Zbanic jugará el fuera de campo, la sugerencia, el gesto. La cámara no mostrará, en lo esencial, la truculencia desmesurada que buscaron los fotógrafos y periodistas en las fases más desoladoras del conflicto bosnio: antes bien, el metraje se despliega en una parábola paradójica donde la vida y la muerte, en perpetuo conflicto, buscan entablar un diálogo imposible. Asistimos a una fabulosa reconstrucción de los recuerdos: a veces simplemente esbozados, otras veces depositados en el registro oral —quiénes fueron esos hombres y mujeres antes de convertirse en la otra cosa que trajo la guerra—, a veces dulcemente retratados en imágenes con forma de sueño, danza, alucinación. Aida quiere vivir, Aida quiere que los suyos vivan, Aida se arrastra de espacio en espacio, arrancándole al tiempo pequeños fragmentos, pequeños presentes, intentando que cada maniobra, cada gesto sea lo suficientemente definitivo como para salvar una vida. Aida no se deja engañar, pero ella misma es engañada por su propia esperanza, y así intenta lanzar una y otra vez unos dados cargados que se deslizan en el interior del campo de refugiados.

    Aida, por supuesto, es lenguaje. Y esa es la maldición que mantiene su esperanza en marcha. Como traductora —y volvemos de nuevo a la tragedia griega—, en ocasiones parece deslizarse sobre la vieja hybris griega, como si su capacidad para traducir o para hacer(se) entender pudiera modificar en lo más mínimo el designio cruel de los dioses de la guerra. Desde una fabulosa secuencia inicial en la que ya se intuye el fracaso monumental de las fuerzas de Naciones Unidas, Aida va recogiendo los retazos de los comunicados, los dobles sentidos, las imposibles cadenas de transmisión entre verdugos, observadores y víctimas. Cada vez que traduce, sin saberlo, va firmando sentencias de muerte y así, contra su propia voluntad, infecta y se deja infectar por la Historia. Una maldición que parece demasiado grande para un cuerpo demasiado frágil, y que en la última sección de metraje se clavará como un estilete contra el cuello del espectador.

    por Emilio M. Luna / mayo 10, 2021

    Aida

    por Emilio M. Luna | mayo 10, 2021

    Encuadrar el conflicto interno

    Crítica ★★★★☆ de «The Killing of Two Lovers», de Robert Machoian.

    Estados Unidos. 2020. Título original: The Killing of Two Lovers. Director: Robert Machoian. Guion: Robert Machoian. Productores: Scott Christopherson, Clayne Crawford, Melia Leidenthal, Robert Machoian, Oden Roberts. Productoras: Back40 Pictures, Odd Man Out Cinema. Fotografía: Oscar Ignacio Jiménez. Música: - . Montaje: Robert Machoian. Reparto: Clayne Crawford, Sepideh Moafi, Chris Coy, Avery Pizzuto, Barbara Whinnery, Ezra Graham, Arri Graham, Jonah Graham, Bruce Graham.

    Los vídeos del grupo Pantomima Full basan su humor en la crítica de los aspectos más problemáticos y ridículos del prototipo de persona urbanita y de tendencias progresistas (lo que se podría denominar, hablando mal y pronto, como «cuñadismo de izquierdas»). La estructura es simple: inicialmente aparece el personaje en cuestión delante de la cámara, explicando con palabras altisonantes su modo de vida, para posteriormente ofrecer un plano de transición donde aparece sobreimpresa una oración que traduce, con sorna, lo que el personaje ha dicho en realidad. En el polémico vídeo que le dedicaron recientemente al poliamor, el personaje al que interpreta Rober Bodegas explica lo siguiente: «Llevaba años con mi chica y, por el desgaste de la rutina, pensamos que lo mejor era abrir la relación». Acto seguido, lo expresado se traduce como «hagámonos más daño». Detrás de la evidente simplificación de una situación compleja, como es habitual en la sátira, se esconde una anotación lúcida sobre una serie de problemas asociados a las nuevas maneras de establecer relaciones sexuales y/o sentimentales, que consiste en el hecho de que una parte importante de las personas que se están abriendo camino en este terreno no están preparadas para los retos que implica el cambio de paradigma. Como consecuencia, se suele migrar al modelo no-monógamo cuando todavía se conservan patrones de pensamiento subconsciente, necesidades y exigencias propias de la monogamia. Y teniendo en cuenta que ambos son modelos mutuamente excluyentes, vivir una relación no-monógama cuando se conserva parte del pensamiento monógamo implica necesariamente caer en una disonancia cognitiva cuyo resultado es el sufrimiento.

    David, el protagonista de The Killing of Two Lovers, se encuentra en una situación similar a la descrita en el párrafo anterior. El personaje interpretado por Clayne Crawford está casado con Nikki (Sepideh Moafi), con quien tiene cuatro hijos, pero su relación no va bien, por lo que deciden tomarse un tiempo, para decidir si quieren continuar juntos o separarse de manera definitiva. El acuerdo consiste en que David va a vivir a casa de su padre y Nikki se queda en el hogar familiar junto con los cuatro hijos. Una vez a la semana, los dos protagonistas tendrán una cita, como si se tratase de un reinicio de la relación, que consiste en un acercamiento paulatino para comprobar cómo de compatibles son actualmente. El elemento que provocará el conflicto consiste en el hecho de que, de la misma manera que han decidido tener una cita semanal, también han acordado que cada uno podrá empezar relaciones con otras personas. Y aunque el protagonista accedió a tal acuerdo y verbaliza constantemente que ella no está haciendo nada malo al acostarse con otras personas, lo cierto es que David, sumido de lleno en la lógica monogámica, es incapaz de gestionar el dolor que le provoca ver a su mujer con otro hombre. La maraña de pensamientos y sentimientos con los que tiene que lidiar David, así como las decisiones que toma fruto de estos, se convertirán en el centro del relato.

    La cinta del director y guionista Robert Machoian abre de manera espléndida con una primera escena que expone con sencillez la situación. Lo primero que vemos es un primer plano nervioso de David, quien observa algo mientras contiene el llanto. El contraplano nos muestra que lo que observa es a su mujer, que duerme en la cama. En el fondo del encuadre, desenfocado, aparece el amante de Nikki. Un tercer plano, que muestra de cuerpo completo a David, así como parte de la cama, permite que veamos que porta un revólver, que apunta a su mujer por unos segundos. La situación no va a mayores y el protagonista abandona el hogar, pero la escena compone con inteligencia visual y algo de sorna la complejidad de una situación en la que intuimos que el protagonista lo va a pasar rematadamente mal. Al mismo tiempo, el prólogo muestra uno de los aspectos fundamentales de la obra, que consiste en el trabajo de encuadre y composición del plano. A propósito del estreno de la versión de Zack Snyder de La liga de la justicia, Cine Divergente ha publicado un podcast en el que se analiza, entre muchos aspectos, el uso del formato 4:3 («pantalla cuadrada») en dicho filme, lo que da pie al análisis de la elección de formatos a la hora de rodar una película. Por un lado, Álvaro Peña señala que este formato se está convirtiendo en una especie de lugar común para cierto cine de autor, como una manera muy superficial con que ciertos directores parecen querer transmitir la sensación de que están ofreciendo una mirada personal. Por otro, Raúl Álvarez señala con rotundidad que el formato es mucho menos importante que el encuadre y la composición interna del plano, hasta el punto de que, si este se elabora de manera valiosa, el formato puede llegar a pasar desapercibido.

    por Emilio M. Luna / mayo 10, 2021

    Two Lovers

    por Emilio M. Luna | mayo 10, 2021

    Pasiones en una jaula de oro

    Crítica ★★★★★ de «Charulata, la esposa solitaria», de Satyajit Ray.

    India, 1964. Título original: Charulata / চারুলতা Cārulatā. Dirección y guion: Satyajit Ray. Reparto: Soumitra Chaterjee, Madhabi Mukherjee, Shailen Mukherjee, Shyamal Ghoshal, Gitali Roy. Distribuidora: R. D.Banshal & Co. Productora: R.D.Banshal & Co. Argumento: Basada en la obra Nashta Neer/The Broken Nest: Rabindranath Tagore. Diseño de producción: Bansi Chandragupta. Fotografía: Subrata Mitra. Montaje: Dulal Dutta. Música: Satyajit Ray. Sonido: Atul Chatterjee, Nripen Paul, Sujit Sarkar. Duración: 117 minutos.

    «No haber visto el cine de Ray significa existir en el mundo sin haber visto el sol o la luna». Akira Kurosawa. Nada puede ser tan absoluto como el reconocimiento del maestro Kurosawa hacia la obra de su contemporáneo Satyajit Ray, pero no le falta razón cuando asomarse a los retratos individuales y sociales del director indio y a su manera de colocar, y mover, la cámara ofrece un abanico de sensaciones tan universales, tratadas con tanto humanismo y con tanta credibilidad que, quien no los conozca, albergará un vacío en su conocimiento cinematográfico que cuando empiece a ser solucionado provocará la doble reacción del lamento por llegar tan tarde a cine tan primoroso y superlativo; y por otro la alegría de descubrir a un cineasta de primera categoría y una larga obra pendiente de ver por delante. Si algo quedará como bueno de esta larga crisis social y sanitaria que vivimos para el mundo del cine es la mirada que han lanzado las distribuidoras hacia piezas del pasado. Es verdad que la apuesta ha sido muy medida, en ocasiones incomprensible revitalizando títulos o muy vistos o de muy poco calado, pero si la huida de los espectadores ha provocado acordarse de la filmografía de Wong kar Wai o del centenario del nacimiento de Ray, hay que celebrar la ocasión de ver en pantalla grande la película que en mayor consideración tenía el propio director dentro de su obra.

    Charulata se resume perfectamente en la mirada y los movimientos de Madhabi Mukherjee (Charu), una de las actrices fundamentales de la historia del cine indio; y en la ingenuidad poética de Soumitra Chatterjee (Amal) otro habitual del cineasta, mientras el mundo interior de Shailen Mukherjee (Bupathi) le impide darse cuenta del terremoto que está ocurriendo entre las paredes de su mansión. Ray, conocedor de primera mano del ambiente de las élites del país, lo que no le impidió acercarse con idéntica maestría a los padecimientos de las clases populares (como máximo exponente la archinombrada Trilogía de Apu, se apoya en un relato de Tagore, con quien también mantenía cierta cercanía personal al tratarse de uno de los referentes morales y culturales de la India (en sus obras menores, dedicadas a mostrar a Occidente la riqueza cultural de la India, filmó un mediometraje sobre la figura del poeta y pensador), para construir todo un microcosmos de sometimiento, resignación y pasión sin abandonar, salvo de manera muy puntual en un par de escenas, el recinto privilegiado de la casa en la que vive Charu con su marido, su hermano y al que se incorporan, sucesivamente, su cuñada y el hermano de su marido, Amal, a quien le acerca el arte, contemplar la vida como algo efímero y ligado a lo terrenal sin dependencias severas de lo económico o lo político. La jaula en la que vive Charu va poblándose de personajes porque si Charu no puede salir al mundo, que el mundo se acerque a esos muros impermeables para permitir que la asfixia no sea definitiva como una especie de concesión marital a la sumisa esposa.

    Charu ha conocido el mundo real, pero su estatus social y su casta predominante le impide pisar los exteriores de su microcosmos de comodidades materiales e insatisfacciones personales. Su marido no es capaz de fijarse en esa circunstancia. Universitaria, formada, escritora; para Bupathi lo importante es dirigir un periódico crítico con el poder (Calcuta finales del S.XIX, India sigue bajo dominio británico y la influencia de la metrópoli, en lo cultural, es abrumadora) que sólo atiende reseñas de contenido político. Buscando autores y colaboradores piensa en su desocupado hermano Amal; pero no es capaz de mirar a su esposa de quien conoce sobradamente su capacidad poética, quien ha de contentarse con mirar el mundo, a hurtadillas, a través de unos anteojos que le devuelven una visión muy parcial y muy irónica de la realidad; una mirada de pocos segundos, los que se tarda en seguir el deambular de los transeúntes por la sucesión de ventanas que se asoman a la calle en el pegajoso clima del trópico. Los días se suceden con monotonía, las noches tampoco ofrecen descanso, y el peso de la decepción, la frustración y la sensación de una vida que se desaprovecha entre el lujo material agotan las resistencias mentales de la joven esposa, quien nunca pierde la compostura externa.

    por Emilio M. Luna / mayo 10, 2021

    Charulata

    por Emilio M. Luna | mayo 10, 2021

    Escrituras del camino arrasado

    Crítica ★★★★★ de «Quo Vadis, Aida?» de Jasmila Zbanic.

    Bosnia Herzegovina, 2020. Directora: Jasmila Zbanic. Guionista: Jasmila Zbanic. Productoras: Barbara Albert, Nicolas Esbach, Damir Ibrahimovich, Jasmila Zbanic. Música: Antoni Lazarkiewicz. Directora de fotografía: Christine A. Maier. Edición: Jaroslaw Kaminski. Diseño de producción: Hannes Salat. Intérpretes: Jasna Djuricic, Izudin Bajrovic, Boris Ler, Dino Bajrovic, Johan Heldenbergh, Raymond Thiry.

    Del borrado de los cuerpos a la producción de imágenes. De las cadenas de televisión que lamían la sangre en los noventa a las salas de cine convertidas en improvisados centros de detención y exterminio. De la vieja Europa de los odios tribales a la Nueva Europa de los odios tribales. Como si fuera una prestidigitadora que jugase con una moneda de dos caras, Zbanic ha rodado una cinta en la que cada capa, cada nivel de lectura, puede a su vez girar sobre sí mismo y ofrecer otro matiz, otra mirada, otra experiencia —si cabe, más dolorosa.

    Que Quo Vadis, Aida? se impondrá como una de las grandes películas del lustro es algo de lo que no nos cabe la menor duda. Si no lo hace por su innegable potencia fílmica, lo hará por la inteligencia afilada con la que maneja los mecanismos de la memoria. Con una línea finísima que conecta el sabor de la tragedia griega —la protagonista es la digna heredera de una Antígona que luchara a la vez contra las leyes de Naciones Unidas y de las milicias serbias lideradas por Mladić—, la tradición del martirologio monoteísta y, por último, la borrosa historia del último siglo XX. Conviene ir despacio desde el propio título de la película: Quo Vadis, Aida?, remite de manera explícita a ese Quo Vadis, Domine, que según la tradición preguntó San Pedro a un Jesucristo reaparecido durante el reinado de Nerón. Cita irónica que retumba en un doble sentido: en tanto Zbanic escribirá la historia de las víctimas musulmanas arrasadas en un genocidio étnico, y en tanto ese Cristo/Aida podrá responder, al espectador: Vado iterum crucifigi, esto es, Vuelvo para ser crucificado una vez más. Aida, en las cerca de 48 horas que retrata la parte inicial del metraje, sufre también su propia pasión, su propio calvario y su propio Gólgota, con la salvedad de que en su nuevo recorrido crucifixión y resurrección tienen, de nuevo, salvajes e irónicas referencias. Para qué resucitar. Dónde resucitar. Cómo resucitar. Y cuál es el camino —¿hacia dónde, Quo Vadis?— que lleva no únicamente hacia la propia salvación, sino hacia la salvación de las vidas anónimas que van desplegándose por las alambradas de los conflictos bélicos.

    Conviene no engañarse. El visionado de la cinta no deja títere con cabeza, no resulta una experiencia cómoda ni está diseñado para limpiar la conciencia de nadie. Prácticamente desde los primeros minutos empezamos a intuir cómo Zbanic jugará el fuera de campo, la sugerencia, el gesto. La cámara no mostrará, en lo esencial, la truculencia desmesurada que buscaron los fotógrafos y periodistas en las fases más desoladoras del conflicto bosnio: antes bien, el metraje se despliega en una parábola paradójica donde la vida y la muerte, en perpetuo conflicto, buscan entablar un diálogo imposible. Asistimos a una fabulosa reconstrucción de los recuerdos: a veces simplemente esbozados, otras veces depositados en el registro oral —quiénes fueron esos hombres y mujeres antes de convertirse en la otra cosa que trajo la guerra—, a veces dulcemente retratados en imágenes con forma de sueño, danza, alucinación. Aida quiere vivir, Aida quiere que los suyos vivan, Aida se arrastra de espacio en espacio, arrancándole al tiempo pequeños fragmentos, pequeños presentes, intentando que cada maniobra, cada gesto sea lo suficientemente definitivo como para salvar una vida. Aida no se deja engañar, pero ella misma es engañada por su propia esperanza, y así intenta lanzar una y otra vez unos dados cargados que se deslizan en el interior del campo de refugiados.

    Aida, por supuesto, es lenguaje. Y esa es la maldición que mantiene su esperanza en marcha. Como traductora —y volvemos de nuevo a la tragedia griega—, en ocasiones parece deslizarse sobre la vieja hybris griega, como si su capacidad para traducir o para hacer(se) entender pudiera modificar en lo más mínimo el designio cruel de los dioses de la guerra. Desde una fabulosa secuencia inicial en la que ya se intuye el fracaso monumental de las fuerzas de Naciones Unidas, Aida va recogiendo los retazos de los comunicados, los dobles sentidos, las imposibles cadenas de transmisión entre verdugos, observadores y víctimas. Cada vez que traduce, sin saberlo, va firmando sentencias de muerte y así, contra su propia voluntad, infecta y se deja infectar por la Historia. Una maldición que parece demasiado grande para un cuerpo demasiado frágil, y que en la última sección de metraje se clavará como un estilete contra el cuello del espectador.

    por Emilio M. Luna / mayo 10, 2021

    Quo Vadis

    por Emilio M. Luna | mayo 10, 2021

    Un soldado de Dios

    Crítica ★★★★☆ de «Corpus Christi», de Jan Komasa.

    Polonia-Francia, 2019. Título original: Boże Ciało. Dirección: Jan Komasa. Guion: Mateusz Pacewicz. Compañías productoras: Aurum Film, Canal +, Polska. Fotografía: Piotr Sobocinski Jr. Montaje: Przemyslaw Chruscielewski. Reparto: Bartosz Bielenia, Eliza Rycembel, Aleksandra Konieczna, Tomasz Zietek y Leszek Lichota. Duración: 116 minutos.

    La tercera ficción hasta la fecha del cineasta polaco Jan Komasa, que conecta de manera inesperada con su ópera prima, La sala de los suicidas (Sala samobójców, 2011), lo confirma como uno de los más interesantes pensadores fílmicos de las contradicciones, cuitas y añoranzas millennial. Pero a Corpus Christi podríamos además enmarcarla en otra tendencia del cine de los últimos años, dispuesta a revisar desde nuevas sensibilidades el credo católico y la evolución en nuestro tiempo de la religiosidad. Apartándose del misticismo laxo y sincrético que representa la cultura spiritual but non religious, producciones magníficas como Silencio (Silence, 2016) y, sobre todo, Calvary (John Michael McDonagh, 2014) o El creyente (La prière, 2018), se preguntan no solo por los retos que afronta el catolicismo hoy, sino asimismo por la dificultad de enraizar un sentido profundo de la espiritualidad en una sociedad donde la religión es, cada vez más, un conjunto de tradiciones vaciadas de contenido. La película de Komasa tiene mucho de las dos últimas mencionadas, filmes acerca del perdón, pero también de la necesidad de autocompasión. En Calvary, el padre Lavelle (Brendan Gleeson) sufría en sus propias carnes el crepúsculo de la inocencia en la relación entre iglesia y colectividad: tras una conversación casual y amable con una niña, el progenitor de esta le propinaría al atribulado sacerdote una paliza. El creyente, por su parte, devolvía el peso moral de tener que tomar una decisión al horizonte de una generación que se ha habituado a no elegir. Aunando sin planteárselo las búsquedas de ambas, Corpus Christi vuelve al tema de la inocencia comunitaria a través de la redención, y a su vez celebra el valor que otorga a nuestras vidas la responsabilidad.

    Lo que Jan Komasa ha conseguido alcanzar con Corpus Christi está más allá de lo concreto de su temática. Es, en el fondo, un trabajo acerca de la asunción de un compromiso afectuoso con uno mismo y con quienes lo rodean como la más noble actitud que nos es dado alcanzar en esta vida. En una época donde gestos como los de Daniel (Bartosz Bielenia) son tomados como un modo de servilismo, de alienación autoconsciente, el largometraje se erige en una suerte de ejercicio punk. El realizador está siempre a la altura, gracias al equilibrio ingrávido de una cámara que consigue transfigurar lo naturalista en una epopeya de orden místico, con la fluidez de un artista pleno en recursos cinematográficos. Junto al director de fotografía Piotr Sobocinski Jr., Komasa traza un puñado de memorables estampas entre la asfixiante gelidez azul de la luz exterior y la calidez amenazada de los interiores. El encuentro frontal del protagonista con la muerte, y la belleza insoportable que en ella se repliega, se resuelve en siete brevísimos planos cuya sencillez esencial es proporcional a la emoción que desprenden. Uno de los muchos ejemplos de dominio técnico y depuración expresiva que recorren Corpus Christi, una obra que apenas flaquea cuando cede minutos a subtramas incapaces de aportar matiz alguno al conflicto central.

    por Emilio M. Luna / octubre 24, 2020

    Corpus Christi

    por Emilio M. Luna | octubre 24, 2020

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